La situación que viven miles de hermanos venezolanos en estos últimos años me ha abierto los ojos a una realidad de la cual no era, en absoluto, consciente, aunque ésta siempre estuvo allí. El contacto con tantos casos e historias de migrantes en los dos últimos años me llevó a preguntarme profundamente y a replantearme compromisos y acciones en favor de quienes están padeciendo esta difícil situación. Desde entonces una pregunta resuena en mi interior: ¿Migrante yo?
Muchas veces he repetido y reflexionado la célebre expresión de San Vicente: “Los pobres nos evangelizan”. Siguiendo esa misma línea de pensamiento, podría afirmar con toda claridad que la situación de nuestros hermanos migrantes me ha llevado a replantearme muchas cosas en mi actuar misionero. Según los testimonios de los pueblos y las culturas, la humanidad, es el resultado de diversas migraciones a lo largo de la historia. Por tanto, nuestro ADN se compone de genes migrantes. También nuestra historia de la Salvación está tejida de este movimiento universal que acompaña a los pueblos y a quienes lo integran. En tal sentido, podríamos afirmar con toda certeza que todos somos migrantes. Entender esta verdad es muy importante para mirarla con otros ojos, con otra actitud y comprometernos un poco más en aliviar todo lo que implica la realidad migratoria.
Aunque este fenómeno migratorio, la mayoría de veces, trae consigo mucho dolor y mucha tristeza, trae también, esperanza y oportunidades. Permítanme contar brevemente una de las muchas historias con final feliz que me ha tocado acompañar en los dos últimos años en el lugar donde ejerzo mi trabajo pastoral.
Para entonces ya existía “Color Esperanza” la Asociación de la Familia Vicentina dedicada a ayudar a los más necesitados y a los migrantes, e integraba también la comisión de movilidad humana y trata de personas de la Diócesis de Chiclayo, y estábamos abocados al apoyo a los migrantes que empezaban a mostrarse por esta zona. Una tarde me entero por el grupo de WhatsApp que un bus que venía del Ecuador camino a la Lima, la capital del Perú, con muchos migrantes dentro se había volcado a pocos kilómetros de llegar a Chiclayo y había algunos heridos. Tuve un deseo y un impulso enorme de ir al lugar donde habían sido derivados los heridos. Aunque aquella tarde yo estaba lleno de cosas, además, tenía que celebrar la misa de aniversario de una capilla que atiendo, hice un pequeño espacio y partí rumbo al hospital. El cuadro que encontré sin duda era complicado. No obstante, fue una visita especial, una experiencia especial en medio del dolor y la preocupación por los heridos.
Manuel, un joven de 20 años, no había sido tan afectado, por ello, le habían dado de alta ese mismo día. Pero él seguía en el hospital, pues su madre, Patricia, sí que tenía un pronóstico reservado. No le daban tiempo de recuperación concreto, se hablaba de 6 meses. Aunque la empresa de transporte algo cubrió los gastos de los heridos, había otras necesidades que no eran atendidas: la falta de dinero, soledad, dolor profundo, incertidumbre, estar en el lugar no previsto, etc.
Aquella tarde – noche, luego de visitar y conocer a todos los heridos, eché en cuenta que Manuel no había comido, pues el hospital solo les prodigaba la alimentación a los hospitalizados. Lo llevé a cenar a un lugar “al paso” porque no había un lugar más apropiado por aquel sitio. Mientras Manuel cenaba, unos jóvenes venezolanos también se acercaron a cenar y se enteraron del caso de Manuel, ellos antes de irse le dejaron una propina. Recordé en aquel momento la ofrenda de la viuda en el templo. Ellos también estaban en necesidad, pero igual compartieron esas monedas con Manuel. Eso me llenó de mucha emoción. Pero mucho más a Manuel, quien dejó caer por sus mejillas unas lágrimas, mezcladas de temor, vergüenza, incertidumbre, soledad y mucha tristeza. Allí esta yo, un apurado cura, acompañando a un desconocido que tenía rostro de migrante con un futuro incierto.
Al día siguiente invité a Manuel a mi casa para que se aseara porque llevaba muchos días sin ducharse. Le asigné una habitación y le proporcioné todo lo que requería para su aseo, pero como demoraba tanto me acerqué a la puerta, preocupado de que le hubiera pasado algo allí dentro y le pregunté en voz alta si todo estaba bien. Ante la demora yo empecé a dudar y a preguntarme por su conducta, costumbres, su honestidad, etc., etc., etc. Mis deseos de solidaridad para con esta familia, especialmente con Manuel en aquel momento se pusieron en duda. Hasta que por fin salió del cuarto. Todo estaba bien. Para completar la acción del día lo invité a almorzar en nuestra mesa; pero si esta invitación lo desorientó un poco a él, uno de los padres que estaba ese día en el almuerzo, lo estaba aún más hasta que le conté la historia. Ambos empezaron a hablar de Venezuela. Resulta que Manuel conocía algunas parroquias vicentinas. Además, descubrimos que él y su hermano participaban muy activamente en la pastoral en Venezuela. Para cerrar el almuerzo saqué de mi armario todo lo que tenía y le podía ser útil para vestirse porque literalmente estaba sólo con lo que te tenía puesto y de calzado, sólo sandalias. Sin ropa de muda, sin abrigo, etc, etc.
Poco a poco fueron dando de alta a los demás heridos, pero a Patricia no había cuándo le dieran los resultados. Manuel vivía en el hospital y luego en un albergue que le conseguimos. Pero había que pensar en la comida, en el hospedaje, dinero para la movilidad, en la ropa, abrigo, sobre todo, en trabajo. Mientras tanto yo buscaba espacios para ir a visitarlos. A veces por la mañana, otras por la tarde o por la noche. Al pasar los primeros días logramos comunicarnos con Jhon, el hijo que se encontraba en Lima y que los esperaba en la capital. Al ver que el asunto tardaría en Chiclayo, dejó el trabajo allá y se vino al encuentro de su madre y su hermano. Nos encontramos así con una madre enferma y dos jóvenes desempleados. Pero lo que sí abundaba por aquellos días era la fe de que las cosas era para mejor.
Así pasaron algunos meses hasta que le dieron de alta. Los jóvenes, Manuel y Jhon comenzaron a frecuentar nuestra comunidad cristiana y se fueron abriendo camino a nuevas amistades. Al cabo de un tiempo decidieron quedarse en Chiclayo. Luego de pasar varios meses en un refugio que les conseguimos, ahora viven en departamento alquilado, participan en la parroquia, tienen trabajo y han montado una pequeña empresa. Se han creado un espacio y, sobre todo, se han hecho nuestros amigos y amigos de otros amigos. Han logrado traer también al último de los hermanos y a otros familiares más que se encontraban en Venezuela. Chiclayo, es ahora su casa, su lugar de vida, de trabajo de pastoral, de aprendizaje y de esperanza.
Dios tiene sus caminos. Las tragedias nos traen también grandes oportunidades. Dios no abandona a sus hijos.
Oración
Padre del cielo, nadie es extranjero para ti y
nadie está lejos de tu cariño.
En tu bondad cuidad de los migrantes, refugiados y
solicitantes de asilo, de los que están separados de sus seres queridos,
de los están perdidos y de los que han sido exiliados de sus hogares.Llévalos en condiciones seguras al lugar donde quieran estar.
Envía tu Espíritu sobre nuestros gobernantes para
que promulguen leyes y Políticas acordes
con la dignidad de la persona humana.Concédenos la gracia de una santa audacia
para ser solidarios con los más vulnerables
entre nosotros y para ver en ellos el rostro de tu hijo.Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor, que también
fue migrante y refugiado. Amén.
(Monseñor James Conley)
Diarios Vicencianos analiza algunas de las experiencias más personales de los/as vicentinos/as que trabajan con personas sin hogar, residentes de barrios marginales y refugiados/as. Arrojan luz sobre los momentos que nos inspiraron, las situaciones que nos dejaron boquiabiertos y conmocionados, y las personas que se cruzaron en nuestros caminos y nos mostraron que se aún debe hacer más.
Lo que los conecta es el compromiso vicentino con los más pobres entre los pobres, y la esperanza de que, como Familia, todavía podemos hacer más.
Padre Ricardo Cruz Humán CM, embajador de la FHA en Perú