Y de repente, sentí su pequeña mano en la mía.

Había permanecido a mi lado un rato, mirándome con ojos curiosos, su brillante sonrisa enmarcada en pelo enredado y polvoriento. Estábamos en el medio de una pequeña plaza, rodeada de pequeñas casas, una comunidad vibrante en las afueras de Antananarivo, Madagascar. Pequeñas tiendas repartidas aquí y allá, hombres llevando pesados cargamentos de chatarra, niños jugando en la calle.

Podría ser una escena familiar en cualquier lugar del mundo, si no fuera por el hedor. Se pegaría durante días. Era abrumador al principio, pero después se convirtió en un compañero callado y continuo.

Mi viaje me había llevado a la cima de un enorme vertedero de basura.

En mi ingenuidad, había imaginado que vería un basurero con límites definidos, una zona que se descalificaría a sí misma para albergar personas. Por supuesto que había visto vídeos de gente viviendo en vertederos, había visto pequeñas chabolas rodeadas de desperdicios y sus habitantes apenas protegidos de los elementos. Pero nunca había visto una comunidad entera construida sobre los restos prensados y descompuestos de las ciudades.

Mientras que la aldea parecía firmemente asentada, las colinas a su alrededor continuaban creciendo. Cada día llegan más camiones, depositando su contenido, dando a los habitantes del vertedero y alrededores más basura en la que rebuscar intentando encontrar algo que pueda dar dinero. Aunque estas comunidades reciben el apoyo incansable del padre Pedro Opeka CM, mucha gente continúa trabajando cada día, en un hábito intergeneracional difícil de romper.

Dondequiera que mirara, la naturaleza trababa de reclamar su lugar, la hierba brotaba dentro de botellas de plástico, los matojos tenazmente encontraban su lugar. Era el principio de la estación seca, todo era verde todavía, y la estructura del vertedero relativamente segura. Esto cambiaría una vez que comenzaran las lluvias. Lo que parecía sólido sería una amenaza para la vida en poco tiempo. Los chubascos ablandarían el suelo, incrementando el riesgo de derrumbes en el vertedero, soterrando todo lo que viva en el camino de la avalancha de basura y lodo. He leído a menudo sobre estas tragedias en las noticias, pero solo ahora realmente lo entendí.

Todavía sostenía su mano en la mía

La miré y me consoló saber que tendría oportunidades en su vida porque vive en una comunidad que ha sido construida en una zona segura, vive en una casa de ladrillo, con un tejado adecuado, había estado en la escuela durante el día en vez de escalando montañas de basura.

Pero también supe que su padre, su madre, probablemente se aventuren todavía cada día para rebuscar. Supe que la seguridad era un sueño lejano para ellos, que un paso en falso podría resultar en lesiones de por vida o incluso la muerte, que las enfermedades encuentran un caldo de cultivo perfecto en estas colinas, y que una riada podría destruir todo lo que han construido. Y aún así, cada día, volverán a la cima de su mundo y mirar a sus pies para ver qué les hemos traídos.

Al dejar estas colinas, supe que tenía que hacer más. Que debo hacerlo mejor, porque yo solo sostuve una pequeña mano, pero hay millones extendiéndolas.

Reflexión

Si alguno de nosotros cree que está en misión para evangelizar a los pobre pero no para aliviar su sufrimiento, para cuidar sus necesidades espirituales pero no las temporales, le respondo que debemos ayudarlos y asistirlos en todos los aspectos, por nosotros y por otros.

 

 

Anja Bohnsack, Responsable de investigación y desarrollo