Hijas mías, ¿dónde están? Dentro de mí, niñas, dentro de mí.

Buscando, buscando, buscando durante millones de segundos, minutos, horas. Con la esperanza de captar la mirada de sus dos hijas. La angustia interminable, congelada hasta el final, y esa dolorosa esperanza de escuchar esas vocecitas que dicen: «Mamá, mamá, estamos aquí. Mamá, mamá, estamos a salvo». La historia de Mildred Teresa está marcada por el coraje y el miedo, un inmenso sufrimiento y la esperanza. Una historia que comienza con el desastre del Volcán de Fuego que azotó Guatemala en el 2018, entrando en erupción sin piedad y destruyendo todo a su paso. Mildred Teresa recuerda todo de aquella época, una época de la que sólo quedan las cenizas del dolor; y un tiempo nuevo que se levanta como el ave fénix con esperanza renovada.

Una nueva flor ha brotado de las cenizas

Fue un día como cualquier otro cuando el domingo 3 de junio del 2018, nuestras vidas quedaron destrozadas. Estaba en el trabajo cuando recibí una llamada telefónica; la voz al otro lado de la línea, llena de desesperación, compartió una noticia devastadora: el volcán de Fuego había entrado en erupción.

Presa del pánico, intenté comunicarme con mi familia, pero no obtuve respuesta. Me subí a mi motocicleta, decidida a llegar al lugar del desastre, con el corazón latiendo con fuerza en el pecho. Llegué alrededor de las once y media de la noche, esperando ver los rostros de mis hijas esperándome desesperadamente, en algún lugar del caos. La realidad era diferente. Me llevaron a los pequeños cuerpos sin vida de mis dos hijas y mi hermana. Tuve que identificarlos. Fue la experiencia más horrible de mi vida: una pérdida demasiado grande para soportarla.

Pero no podía dejar de llorar. Aún no. Tenía que encontrar al resto de mi familia. «No pueden haber muerto ellos también», me repetía una y otra vez. El viernes encontramos a mi abuela, pero seguí buscando a cuatro personas más: mis dos hermanos, mi abuelo y mi prima. Los busqué con palas y picos, y pagamos maquinaria para mover la tierra. Nada. No encontramos a nadie. La parte más difícil cuando pierdes a tantos familiares a la vez es que no sabes por quién llorar o a quién extrañas más. El dolor de la pérdida es constante.

Finalmente, todos los supervivientes fueron evacuados y trasladados a refugios situados en escuelas o edificios municipales. Luego nos trasladaron a una Vivienda Unifamiliar Temporal que había construido el gobierno. Allí conocí a las Hijas de la Caridad que estaban visitando a los supervivientes. Como no era elegible para una vivienda del gobierno, me ofrecieron ser parte de un proyecto de vivienda. Mientras esperaba su desarrollo, tuve que alquilar una casa y me quedé allí durante casi dos años. Durante todo ese tiempo me visitaron las Hijas de la Caridad.

Recuerdo haber caído en una profunda depresión durante unos seis meses. No podía dormir ni comer y no quería salir. Me enfermé psicológicamente; tuve escalofríos y fiebre, pero ninguna causa física. Cuando salía al sol, me cubría completamente porque todavía sentía frío. Muchas veces quería fumar porque me daba tranquilidad. Para superar la depresión, me sumergí en el trabajo. Durante ese tiempo conocí al padre de mi hijo. Con la ayuda de Dios y el cuidado que recibí, poco a poco comencé a recuperarme de la depresión.

El 26 de diciembre del 2020, en el cumpleaños de mi hija mayor, me mudé a mi casa donada a través del proyecto ‘Bienvenido a Casa’ ubicada en Parramos.

Cuatro años después de perder a mis hermosas hijas, quedé embarazada de mi hijo Allan. Nació el 16 de enero de 2023, el día del cumpleaños de mi hija menor, y tenía el mismo peso que mi hija mayor al nacer.

Desde que llegué a Parramos me dediqué a trabajar y realicé un curso de auxiliar de enfermería. Trabajé como gerente de proyectos, enfermera y policía municipal. Desafortunadamente, tuve que dejar mi trabajo porque no pude encontrar a nadie que cuidara a mi hijo mientras estaba en el trabajo, y ya llevo casi dos meses desempleada. Nos las arreglamos para sobrevivir con lo que envía mi marido ya que tuvo que emigrar a Estados Unidos para buscar trabajo.

Hoy me siento en paz con la vida que Dios me ha dado, porque de un árbol no cae una hoja sin el permiso de Dios. Siempre pienso que lo que se ha perdido nunca se podrá recuperar, pero pueden venir cosas mejores. Mis hijas nunca podrán ser reemplazadas por nadie. Cada niño tiene un lugar especial en el corazón de una madre, pero me siento muy feliz y afortunada por la nueva bendición que Dios me ha dado: tener un hogar seguro para pasar las noches y el resto de mi vida con mi hijo Allan. No tengo que preocuparme por que me pidan que desaloje o por no tener dinero para pagar el alquiler.

Gracias a Dios y a las personas que colaboraron hoy tengo mi vida y mi hogar.