A finales de marzo nos dijeron a sor Lucia, sor Dorothea, sor Zeituni y a mí que teníamos que abandonar Kenia lo antes posible. El coronavirus se había propagado inesperadamente rápido. La noticia nos tomó por sorpresa a las cuatro. En ese momento, Sor Zeituni, sor Dorothea y sor Luci estaban en Ngong y yo, con las Hermanas Benedictinas de Karen, un barrio de Nairobi, para mejorar mi inglés.

Comencé a empacar de inmediato mientras sentía la adrenalina y una montaña rusa de emociones. Poco después, tomé un taxi para encontrarme con mis hermanas en Ngong. Simplemente, no podíamos creerlo, parecía todo tan irreal. Cenamos juntas por última vez, conscientes de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiéramos estar juntas de nuevo.

A la mañana siguiente, muy temprano, nos despedimos de sor Zeituni y sor Dorothea, que volaron a su Tanzania natal desde Nairobi. Mientras tanto, sor Lucia y yo empacamos lo esencial. Todavía a día de hoy, buena parte de nuestro equipaje sigue en Kenia. Al final, nos enteramos de que ya no había más vuelos de Nairobi a Europa, pero que todavía podría haber algunos de Mombasa a Alemania. Nada era seguro. Por un momento, nos invadió una leve sensación de pánico, pero conseguimos organizarnos con la ayuda de nuestra Procura de Misiones. Fue genial ver la solidaridad interna de la Familia Vicenciana, que nos apoyó para establecer contactos en el país. 

Conseguimos llegar a Mombasa en avión. Al principio, parecíamos estar varadas allí. La búsqueda de alojamiento fue difícil, dada la situación. Finalmente lo encontramos gracias a los Misioneros de la Consolata que, a pesar de que habían suspendido sus servicios de acogida y cerrado su edificio a visitantes por el coronavirus, antepusieron nuestra difícil situación a la precaución. Les debemos mucho ¡Qué Dios los recompense por todo esto! Su compromiso me ha marcado profundamente. 

De camino al alojamiento de los Misioneros, la gente nos gritó «corona» unas cuantas veces; las personas de piel clara ya no eran bienvenidas allí.

Pasamos unos días tensos en la casa de huéspedes, esperando noticias de la embajada alemana. Finalmente, muy tarde una noche, recibimos la confirmación de que podíamos volar a Fráncfort, Alemania, al día siguiente. En ese momento, ya estaba en vigor el toque de queda entre las siete de la tarde y las seis de la mañana. 

Un empleado de los Misioneros nos acompañó para ayudarnos y salimos de la casa a las seis de la mañana. Conseguimos llegar al ferri en mototaxi. Era inconcebible. La gente se apiñaba intentando subir al barco. Se daban empujones y codazos y todas las medidas de protección ante el coronavirus solo se cumplían esporádicamente. Pero, al final, tuvimos mucha suerte porque resultó ser el último ferri al continente. Después de eso, todas se suspendieron todas las operaciones.

Ben, el empleado de los Misioneros de la Consolata, nos organizó el transporte al aeropuerto y luego nuestros caminos se separaron. En el aeropuerto la aventura continuó, muchos alemanes fueron llegando a los pocos. También allí fue agitado y concurrido. Finalmente, todos conseguimos un asiento en el avión y aterrizamos a salvo en Fráncfort. ¡Alemania nos recuperó! 

Diarios Vicencianos analiza algunas de las experiencias más personales de los/as vicentinos/as que trabajan con personas sin hogar, residentes de barrios marginales y refugiados/as. Arrojan luz sobre los momentos que nos inspiraron, las situaciones que nos dejaron boquiabiertos y conmocionados, y las personas que se cruzaron en nuestros caminos y nos mostraron que se aún debe hacer más.

Lo que los conecta es el compromiso vicentino con los más pobres entre los pobres, y la esperanza de que, como Familia, todavía podemos hacer más.